Lo hizo, en una carrera reñida, pero lo hizo. Lula da Silva es presidente de Brasil por tercera vez. Derrotó al candidato de extrema derecha Jair Bolsonaro en la segunda vuelta por 50,9% a 49,1%, en una cuenta vertiginosa en la que se temía lo peor. Una elección histórica, pero con el resultado más estrecho desde el final de la dictadura, que vio competir por primera vez a un presidente y un expresidente, y en un país dividido.
“Querían enterrarme vivo, pero estoy aquí, gobernando el país”, dijo Lula en su primer discurso como presidente, saludando la “resurrección” de la política brasileña y anunciando su prioridad: “volver a vencer el hambre”, que preocupa 33,1 millones de personas, y la pobreza, impuesta a 100 millones de ciudadanos, sobre mujeres. En los últimos dos años, también tras la nefasta gestión de la pandemia por parte del “Trump brasileño”, se ha producido un aumento del 73% de hambrientos. La renta media de la población es la más baja de los últimos diez años, mientras sigue creciendo la brecha con el 5% más rico, que tiene una riqueza equivalente a la del 95% de los brasileños, y que también ha especulado durante la covid-19.
La democracia sólo será real cuando toda la población tenga acceso a una vida digna, sin exclusiones, escribió Lula en una carta pública, explicando su programa en 13 puntos. En Sao Paulo, frente a una multitud que lo vitoreaba, retomó los temas principales: dar lugar a un nuevo proceso de industrialización, hacer de Brasil un protagonista internacional, defender la Amazonía de los intereses comerciales, enfrentar el racismo sin tregua, y “reconstruir el alma” del país.
En el plano internacional, Lula ha prometido invertir nuevamente en la integración regional, en la reanudación del Mercosur y de otras alianzas solidarias, en el fortalecimiento del diálogo con los BRICS, con los países africanos, y también con la Unión Europea y Estados Unidos. Se trata -anunció ante en sus discursos- de romper el aislamiento, de retomar una política exterior convincente, imprescindible para ampliar el comercio y la cooperación tecnológica, así como de promover relaciones más justas y democráticas entre los países.
Al término de la campaña, el mandatario anunció como primera iniciativa de gobierno, una reunión con los gobernadores de los 27 estados para definir prioridades. Tendrá gobernadores aliados en 11 estados, incluidos 4 de su Partido de los Trabajadores (Pt). Sin embargo, tendrá que lidiar con los bolsonaristas, elegidos en 14 estados, especialmente en el sur, sureste y centro-oeste.
También hay dos gobernadores “neutrales”, Eduardo Leite, en Rio Grande do Sul, y Raquel Lyra, en Pernambuco. Ambos pertenecen al PSDB, el partido del expresidente Fernando Henrique Cardoso, con quien Lula ha entrado en negociaciones preelectorales: gracias a su vicepresidente Geraldo Alckim, exmiembro del Opus Dei considerado el Macri brasileño, exgobernador de Sao Paulo (donde ahora ha ganado el superbolsonario Tarcísio de Freitas).
Una alianza que se consideró necesaria en la compleja coyuntura política que se generó tras el fin de los gobiernos progresistas y la crisis del PT, crisis que la extrema derecha supo aprovechar apoyándose en la retórica ampulosa de Bolsonaro, elegido en 2018 con la promesa de luchar contra “la corrupción de los gobiernos anteriores” y contra los “poderes fácticos” (de los que fue portador).
En todas las latitudes, el “transformismo” de la ultraderecha según la conveniencia del momento, es conocido y demostrado por la historia. En un proyecto de país como el presentado por Lula, dirigido principalmente a los sectores que Bolsonaro desprecia y ha pisoteado, la figura de Alckim es todo menos tranquilizadora: más en el Brasil del lawfare y el golpe institucional, como hemos visto con el entonces vicepresidente de Dilma Rousseff, Michel Temer.
Ayer, Bolsonaro guardó silencio, pero nadie olvida cuántas veces amenazó con querer seguir el camino de Trump al denunciar presuntos fraudes y deslegitimar la victoria de Lula. Ahora, de cara a las elecciones de mitad de período en Estados Unidos, el 8 de noviembre, e incluso después de la declaración de Biden, que calificó la elección de Lula de “legítima y democrática”, tendrá que escuchar a sus titiriteros. Qué son y en qué medida, ciertamente no es ningún secreto. Michelle Bolsonaro, esposa del expresidente, votó con la bandera de Israel pintada en su camiseta y difundió la imagen en las redes sociales.
Para el bolsonarismo, reactivar el esquema del juicio político contra Lula podría ser una gran tentación. Los números ya están ahí.
Mediante la fusión (en 2021), con el Partido Liberal (Pl), un partido de derecha tradicional, aliado con el Partido Progresista (PP) y con los Republicanos, Bolsonaro -elegido en 2018 con el Partido Social Liberal (Psl), que tenía solo 8 diputados – ahora cuenta con un 37,6% de diputados y un 31% de senadores, mientras que la coalición progresista (el Pt de Lula, más el Partido Comunista de Brasil y el Partido Verde) tiene un 28% en la Cámara y un 20% en el Senado.
Una derecha bien posicionada en las estructuras de apoyo del 5º Estado del mundo por orden de magnitud, anclada en el peor legado de la pasada dictadura militar, y que se nutre de la fortaleza alcanzada por sus homólogos en las “democracias” de Europa. En vísperas de la primera vuelta, Jair Bolsonaro difundió los mensajes de apoyo recibidos de los líderes de la extrema derecha en Europa, como el primer ministro del gobierno húngaro, Viktor Orban y el líder del partido español Vox, Santiago Abascal, que ya había ido en Brasil para apoyar a Bolsonaro, y que tiene su sede en los principales feudos de la extrema derecha en América Latina, focos de desestabilización de los gobiernos progresistas: de México a Perú, de Colombia a Venezuela.
Desde Italia, donde el voto de los migrantes brasileños premió a Lula, “el primer ministro”, como quiere ser llamada la primera ministra italiana (mujer), Giorgia Meloni (extrema derecha), felicitó al ex sindicalista por su victoria. Hace apenas unos meses, Meloni vitoreaba en el congreso de Vox destacando su agenda común. Como se decía antes, el “transformismo” y la capacidad de camuflarse por parte de la extrema derecha según la conveniencia del momento, es conocida y sigue siendo demostrada por la historia.