En esencia la política podría definirse como el arte de dirimir las diferencias, por marcadas que estas sean, en paz. Sin embargo, el ejemplo de supremacismo que dan las cúpulas norteamericanas al mundo, ha terminado por naturalizar la violencia como vía de resolución de conflictos políticos. El reciente intento de magnicidio registrado en Argentina, lamentablemente no es un caso aislado. De hecho, son varios los ejemplos de estas tácticas aplicadas en diversas naciones latinoamericanas.
Y es que a pesar de su patente decadencia, el imperio norteamericano sigue ejerciendo una enorme influencia (y en muchos casos injerencia abierta) en todos los ámbitos de la vida moderna de la gran mayoría de nuestros países. Es una triste realidad, que ha dejado hondas cicatrices en distintas poblaciones. Por estar tan cerca del área de influencia del Tío Sam, en casi toda América Latina las agrupaciones consideradas de derecha o extrema derecha, presentan un perfil uniforme. Todas parecen un calco al carbón de sus líderes norteamericanos. La impronta es omniabarcante y va desde la formación política ideológica (nazifascismo-protestante), hasta financiamiento, estrategias de “agitación” y planes de magnicidio como el de Argentina.
Asesinar al adversario
Lo más grave de todo esto es que han instaurado como un hecho normal el recurso de asesinar al adversario político. Aspectos esenciales de la política como el diálogo y el debate en un marco de respeto y tolerancia, hace rato no tienen cabida. De lo que se trata es de imponer su determinada visión supremacista de la sociedad, exterminando a los líderes y seguidores que contravengan esa tesis. En algunos casos el odio desbordado llega a la ejecución de personas tan solo por su fenotipo.
Así sucedió con el venezolano Orlando Figuera (hombre de rasgos afrodescendientes), apuñalado y quemado vivo por opositores durante las guarimbas de 2017. Episodios similares se vivieron en Bolivia, durante el derrocamiento de Evo Morales, quien por cierto estuvo en riesgo de ser asesinado por hordas enajenadas. Las facciones de ultraderecha desataron una verdadera cacería de brujas contra las poblaciones indígenas del Altiplano.
Odio narcisista
Las razones para pensar y actuar así son variadas. Tienen sus raíces en aspectos históricos, sociológicos y etnográficos de vieja data. El destacado historiador venezolano, Vladimir Acosta, explica que, básicamente, estas personas se consideran representantes directos de Dios en la tierra. Y como consecuencia se creen ungidos. Es decir, están convencidos de que tienen licencia para matar e imponer su única y dogmática perspectiva.
Cuando vemos cómo se expresan queda claro que el hilo unificador de las derechas del continente son el racismo y el odio. Detestan la raíz indígena y africana de esta América mestiza y sólo exaltan el costado europeo, de preferencia anglosajón (alemanes, ingleses y holandeses). Más allá del género y los rasgos físicos, casi no hay diferencias entre un Leopoldo López, un Mauricio Macri, Una María Corina Machado, una Jeanine Áñez, un Álvaro Uribe, un Jair Bolsonaro o un Sebastián Piñera, entre otros. Todos ellos se creen superiores, y están guiados por un odio narcisista. Y –lo que es peor- fomentan ese odio entre sus seguidores hacia el adversario político, ergo las capas populares.
Caldo de cultivo
Aún no está suficientemente claro qué se esconde tras el magnicidio intentado en Argentina contra la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner. Corresponderá a los cuerpos de seguridad de esa nación esclarecer suficientemente el caso. Sin embargo, la pugnacidad de la escena política había llevado a la extrema derecha de ese país a proferir amenazas de muerte contra Fernández de Kirchner. Incluso algunos años antes (2014), cuando ejercía funciones como presidenta la popular lideresa advirtió con claridad meridiana: si me pasa algo, no miren a Oriente, miren hacia el norte”.
Como explica la analista Noelia Barral Grigera las palabras son performativas. Y “en los últimos años, en la Argentina se fue convirtiendo en moneda corriente que las manifestaciones en contra del gobierno nacional incluyeran amenazas de muerte para sus dirigentes y reclamos específicos de ahorcamiento para Fernández de Kirchner, sin que ninguna autoridad o figura opositora expresara un repudio o siquiera una amonestación para ese tipo de expresiones”.
Ellos o nosotros
Al contrario, como reseña Barral Grigera, el diputado nacional Francisco Sánchez propuso la pena de muerte para Fernández de Kirchner mientras que su colega Ricardo López Murphy advirtió: “Son ellos o nosotros”. Ambos representan en el Congreso de la Nación a la principal fuerza opositora.
Para el reconocido escritor y psicoanalista argentino, Jorge Alemán, el problema radica en que ya el extremismo de derecha no busca legitimidad en las organizaciones tradicionales. “La presencia del odio es constitutiva del neoliberalismo. (…) La ultraderecha es una agenda, no un partido político. Y es este híbrido de neoliberalismo y una estructura que está dispuesta a llevar adelante la destrucción de todos los lazos sociales, del sujeto, y transformar todo en una especie de performance y entrenamiento para los que puedan entrar al mercado o los que queden afuera”.
La misma estrategia
El magnicidio intentado en Argentina revela una forma de actuar y pensar continental. En Venezuela la hemos padecido por dos décadas ya. A los varios intentos de magnicidio (y golpes de Estado) contra el Comandante Hugo Chávez, se suman los atentados contra el actual presidente, Nicolás Maduro (ataque con drones, plan “La Salida” y operación Gedeón, entre otros). Este formato se vivió en la Honduras de Manuel Zelaya, en la Nicaragua de Daniel Ortega y en el ecuador de Rafael Correa. Y como ya se dijo, en la Bolivia de Evo Morales.
A todos los liderazgos históricos de la izquierda latinoamericana se los ha intentado asesinar o les han asesinado. Nombres como Maurice Bishop, Salvador Allende, Jorge Eliécer Gaitán y Ernesto Ché Guevara, entre tantos otros, hacen parte de los mártires asesinados por el odio.
La lista de derrocados también es extensa: Juan Bosch, Jacobo Arbens y Juan Velasco Alvarado engrosan una tradición de mandatarios expulsados del poder por resultar incómodos a los intereses de EE.UU. Por su parte, el histórico Comandante cubano, Fidel Castro, aparece en el Libro Récord de Guinness, por haber sufrido más de 600 intentos de magnicidio.
Confesión de partes
Y es que la estrategia de magnicidio desplegada en Argentina, obedece a dos aristas fundamentales: por un lado, expandir el odio entre la opinión pública y naturalizar la violencia hacia una lideresa fundamental; pero, por el otro, tras bastidores aparece el gobierno norteamericano atizando la violencia magnicida. Recientemente, WikiLeaks reveló que para la CIA norteamericana es más conveniente asesinar líderes insurgentes que encarcelarlos.
“La captura de líderes puede tener un impacto psicológico limitado en un grupo si los miembros creen que los líderes capturados acabarán regresando al grupo […] o si esos líderes son capaces de mantener su influencia mientras están bajo custodia del gobierno, como hizo Nelson Mandela mientras estuvo encarcelado en Sudáfrica”.
El párrafo anterior resume los aspectos esenciales del programa “High Value Target” (HVT, u Objetivo de Alto Valor) de la CIA. De lo que fácilmente se puede inferir que si no es conveniente encarcelar a estos eufemísticamente llamados HVT, la mejor opción es darles de baja, como se dice en el mundo militar.
La lógica sería, como dice el refrán popular, que “muerto el perro se acaba la rabia”. Afortunadamente, la historia ha demostrado que podrán matar al hombre, pero no los ideales. La resistencia latinoamericana y el ideal de Patria Grande que nos legó el Libertador, Simón Bolívar, no sólo continúan vigente, sino que siguen vivitos y coleando. El magnicidio intentado en Argentina constituye una estrategia regional.