“Veo que marcha adelante por los caminos tempestuosos de la poesía…”. Esta frase de Ramón J. Velásquez, recogida en un efusivo saludo al libro Ángel Caído Ángel del poeta Tarek William Saab abre para mí, no sólo un horizonte de apreciaciones sobre la obra del poeta Saab sino, además un universo de resonancias sobre el destino de la gran poesía revolucionaria de todos los tiempos, Nazim Hikmet, Walt Whitman, Vladimir Maiakovsky, Roque Dalton, Bertolt Brencht, Federico García Lorca, nuestro Víctor Valera Mora y tantos más de la altísima tropa, también vinieron y aún van por los mismos caminos, con las altas banderas de la afirmación y el trueno.
Ya lo decía Shelley, en una frase que convierte a la poesía en el más profundo y más inocente de los oficios, también lo creía Hölderlin: “Los poetas son los auténticos legisladores no reconocidos de este mundo”. Sí, esta frase de relámpago recogida alguna vez por este formidable exegeta de las rebeldías seculares, Albert Camus, nos sitúa en el centro mismo de la tempestad, en el escenario de las luminarias y de las tinieblas. Porque el poema es eso, Jirón desgarrado, tizón, deslumbramiento, grito, en tiempo de resurrecciones y de resurgencias, y es claro de lo claro, deslumbramiento, pensamiento, luz última y perenne, sabiduría, voz de Dios, idea descarnada de la imagen y del oropel de las culturas, en la hora de la reflexión y del íntimo asombro. Es la cara doble del poema la que une la intrepidez y la calma. A la luz de esta antinomia en la que los externos se complementan, la poesía de Tarek William Saab es “…un intento de apertura desde el centro de la existencia, un sueño santificado por armas”.
En la visión de Jesús Sanoja Hernandez: “…confesión transfiguradora del hombre, que desde su soledad avanza hacia la transparencia y el enigma de lo amoroso”; en la visión de Victor Bravo: “Voz embravecida de un furor cercano a lo sagrado” en la consideración de Juan Liscano, la poesía de Saab decimos, no soslaya un hilo de ternura, un legajo de rosas, una íntima fonda. El libro que hemos leído, urdido en cuatro estratos, desde la vehemencia obstinada hasta los albores de la clemencia, marca ciertamente el itinerario del guerrero. No importa la cronología ni la edad de los versos. El poema se organiza en su imponderable trascendencia intemporal, desde lo erótico-sensual adolescente hasta la fúnebre oración de las miserias.
Celebramos pues, esta clarinada, este redoble de campanas, esto que, en lo alto de la marea de este siglo, termina de alguna forma, por romper la indiferencia del diletante, la abulia del ilustrador, la niebla del erudito, la somnolencia del habitante. Ábrase entonces la luz para que resurja el canto. Para que el canto se haga oleaje en las banderas, barricada inexpugnable de bronce y barro, altísimo reclamo y redención y alabanza. Ábrase la luz y ábranse los tiempos, para que desde adentro, desde nosotros, los empecinados, venga la empecinada poesía como un manojo de tambores, como un manojo de rosas, como un manojo de cuchillos, como un manojo de repúblicas, como un manojo de galaxias, intrepidez y calma donde aún es posible la vida, el mismo incesante poema de la vida que aún dormita entre los milenios y el instante.
Ráfagas y rosas
Por: Enrique Mujica
Papel Literario, 17 de octubre de 1999