Milei se fue de gira a Europa, y comenzó por el peor lugar posible: Israel, país que por desconocer más de treinta resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU es caracterizado como un rogue state (un estado fallido o un estado canalla). Es sede de un gobierno que impuso un criminal apartheid en abierta violación a lo aprobado por la ONU en 1948; que hizo de la violenta usurpación de tierras palestinas una constante de su vida política; que discrimina, persigue, encarcela y asesina con total impunidad a cualquier palestino o palestina que se le venga en gana y que ha erigido un régimen político neonazi encabezado por Benjamín Netanyahu, el mayor genocida de nuestra época con quien seguramente Milei sostendrá una amable conversación.
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¿Puede sorprendernos la decisión de comenzar su gira precisamente en Israel? Para nada. Milei responde casi milimétricamente a lo que Theodor Adorno, ya exiliado en Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial, y sus colaboradores describieron como una “personalidad autoritaria” y por lo tanto se debe sentir muy cómodo en compañía de un asesino serial de poblaciones indefensas como el Primer Ministro Israelí. La batería de preguntas contenida en el test utilizado por Adorno y sus asociados en su célebre estudio para medir los diversos grados de autoritarismo de una persona rehusaba a todo eufemismo y decía la verdad: se llamaba la “Escala F”, por fascismo. El libro, publicado en 1950 con el título La Personalidad Autoritaria, causó furor y desató un intenso debate en el mundo de las ciencias sociales y en general en la esfera pública norteamericana y europea. Mediante este instrumento se medía la presencia y la intensidad de una constelación de actitudes, comportamientos y valores autoritarios, intolerantes y prejuiciosos en los sujetos sometidos a estudio. Tanto el test como la teorización que le daba sustento fue creada por académicos identificados con la Escuela de Frankfurt, una fecunda combinación entre marxismo y psicoanálisis.
La traumática experiencia de los fascismos europeos y sus fanatizadas bases de masas hizo que muchos sociólogos, psicólogos e historiadores trataran de comprender las raíces de esa aberrante patología política. No sorprende por eso que una primera formulación en torno a esta problemática haya visto la luz unos años antes. Hablamos de Erich Fromm, un psicoanalista judío alemán tempranamente exiliado en Estados Unidos y también influenciado por la Escuela de Frankfurt que en 1941 sintetizó sus ideas en un libro que se convertiría en un clásico: El Miedo a la Libertad.
En esa sugerente obra combinó la tradición humanista del joven Marx con las revolucionarias tesis propuestas por Sigmund Freud en el campo de la psicología. Para Fromm la personalidad autoritaria sintetiza dos rasgos que conviven conflictivamente, a veces de modo desquiciante, en un sujeto: el sadismo y el masoquismo. El primero porque quien siente -o le ha sido revelado por algo o alguien- que tiene un mandato extraordinario para cumplir debe imponer su voluntad a cualquier precio, sin amilanarse ante el sufrimiento que la búsqueda de esa “nueva Arcadia” o ese “mundo feliz” provoque en los demás. Estos pueden tener múltiples concreciones: desde el milenio del tercer Reich de Hitler hasta el mito de una economía donde reine la absoluta libertad de los mercados porque el estado, el supremo mal, no existe, como pregona Milei. En una nota reciente el analista internacional Juan G. Tokatlian apela acertadamente al concepto de “retrotopía” acuñado y desarrollado ampliamente por Zigmunt Bauman en un libro del 2017 que lleva por título ese concepto. Según este autor con él quiso a describir ciertas construcciones ideológicas que refieren a “mundos ideales ubicados en un pasado perdido/robado/abandonado.”
El mundo al cual pretende conducir Milei a la Argentina es precisamente eso: una alucinada retrotopía que alude a algo que jamás existió y adonde, según él, es imprescindible regresar. Concretamente, a la Argentina que según esta ensoñación fue primera potencia mundial a finales del siglo XIX. Sólo podrá alcanzarse tan quimérico ideal si los mercados actúan libremente, sin interferencia alguna. Milei y sus también sádicos mentores saben que en esa peregrinación a través de lo que amablemente denominan “el valle de la transición” tendrá lugar la perversa “eutanasia de los pobres”, momento doloroso pero necesario ya que permitirá (¡a quienes sobrevivan a la travesía!) llegar a las luminosas cumbres de la sociedad de mercado y del capitalismo en todo su esplendor. Nótese que Milei y sus fanatizados escribas se mueven en una dirección contraria a la que proponía un “zurdo” tan odiado por Milei -nos referimos a John M. Keynes- cuando para salvar al capitalismo exhortaba a los gobiernos agobiados por la Gran Depresión practicar la “eutanasia del rentista”, o sea, acabar con los especuladores financieros. El problema es que éstos son precisamente los hacedores de la política económica de Milei, de ahí su sesgo profundamente anti-industrialista.
Sadismo, además, como lo anota Fromm, porque es imposible ignorar que tentativas de este tipo exigen apelar a todo tipo de violencia. No sólo la física sino también la simbólica y que a lo largo del camino producirán un holocausto social de gigantescas proporciones, algunos indicios de los cuales son ya observables en la Argentina actual de hombres, mujeres y niños buscando comida en contenedores de basura, durmiendo en la calle, vestido con harapos y abandonados por un estado indiferente con su suerte.
Algunos autores hablan del “darwinismo social del mercado” para referirse al hecho de que la incontrolada dinámica de los mercados inevitablemente impondrá la ley del más fuerte y el inexorable exterminio de los débiles, de los feos, los estéticamente repugnantes, los brutos. Por algo Milei recurrentemente habla de la “superioridad moral, política e inclusive estética” de quienes comparten sus delirios.
Pero también masoquista, porque el profeta de la nueva edad de oro debe someterse a una fuerza superior que es la que define su misión en este mundo, un lugar que no lo comprende, que lo persigue y lo arrincona en los márgenes. La “casta” es quien presuntamente se encarga de esa tarea. En el caso de Milei, esa fuerza superior que emite el mandato redentor tiene nombre y apellido: son “las fuerzas del cielo”. Pero Fromm aporta además otro dato inquietante: la destructividad. En su alucinado mesianismo la personalidad fascista está dispuesta a destruir todo lo que se oponga a la instauración del Nuevo Edén bíblico, y en eso Netanyahu y Milei tienen una perfecta coincidencia. El primero destruye escuelas, universidades, hospitales y hogares con bombas y balas; el segundo con la letalidad de su política económica. La destrucción es un acto salvífico necesario para la epifanía del nuevo orden. La “motosierra” de Milei, o la detonación simulada del Congreso o varios edificios públicos en videos de sus seguidores ilustra muy claramente lo que venimos diciendo. Basta con recordar las múltiples ocasiones en que el presidente amenaza con destruir todo lo que se oponga a sus planes, dicho y expresado además con un lenguaje y una gestualidad extremadamente violentas, con una furia desencajada, para concluir que Milei tiene muchos puntos de contacto con el carnicero de Tel Aviv, que encarna a la perfección estos rasgos definidos por Adorno y Fromm en sus trabajos. La violenta reacción verbal de Milei ante la derrota de sus proyectos enviados al Congreso ilustra muy bien esta actitud.
Lo anterior para nada pretende ser un diagnóstico de la personalidad del presidente y las raíces profundas, inconscientes, de su comportamiento, algo que escapa por completo a mi competencia profesional. Como sociólogo y politólogo me limito a tomar nota de sus actitudes públicas, gestos, verbalizaciones y conductas que se encuadran sin reservas en la caracterización de una personalidad fascista. Empero, dicho esto no habría que sacar como conclusión que la democracia argentina se degradó al punto de convertirse en un régimen fascista. El fascismo como “forma excepcional” del estado capitalista no emana de la personalidad de su primer magistrado, sino que es producto de una constelación de factores económicos, sociales, políticos y culturales que van mucho más allá de los rasgos autoritarios del jefe de estado. Dicho lo cual hay que añadir que hay algunos indicios muy preocupantes que hablan del vigor de un proceso de fascistización que habría que contrarrestar sin más demora. Uno de ellos son las propensiones claramente despóticas e intolerantes de la personalidad presidencial, reacio a reconocer la necesidad del diálogo y la legitimidad del disenso en la esfera pública, cosa que ha sido subrayada con preocupación inclusive entre los amigables analistas políticos de la derecha que habitan en los multimedios de La Nación y Clarín. No sólo esto: recordemos que cuando en una entrevista realizada por la periodista Luciana Geuna se le preguntó a Milei si “creía en la democracia” el actual presidente se negó a responder. Y cuando fue presionado insistentemente con tres repreguntas -algo rarísimo en canales afines al pensamiento y la política de Milei, y mérito de Geuna- el por entonces candidato respondió con evasivas e, inclusive, “pateando la pelota afuera” citando el Teorema de Arrow, que nada tiene que ver con el tema de si creía o no en la democracia. O sea, a diferencia de otros presidentes anteriores que en mayor o menor medida creían que la democracia era un buen sistema de gobierno, Milei no cree en la democracia. Su fascismo no está exento de una brutal sinceridad que le permite decir y actuar como lo hace. Claro que el hecho de que un jefe de estado de un país hasta ahora democrático confiese no creer en la democracia es una aberrante anomalía que presagia graves problemas en el corto plazo. Especialmente cuando pretende forzar al Congreso, a cuyos integrantes ha insultado soezmente en más de una ocasión, para que deleguen en el Poder Ejecutivo facultades extraordinarias con las cuales un personaje de tales características podría llevar adelante buena parte de su proyecto de destruir al estado y acabar con esa entelequia llamada nación. Sus intentos fracasaron rotundamente el 6 de Febrero, pero seguramente volverá a la carga para reunir en sus manos la suma de los poderes públicos y convertirse en un autócrata, un profeta iluminado que con la fuerza de un león conducirá a las y los argentinos a la tierra prometida.
Otro indicio de la fascistización en curso es el deterioro y la fragilidad del orden republicano fue puesto en evidencia en los últimos días con el intento del gobierno de hacer aprobar una ley conteniendo cerca de novecientos artículos referidos a los más diversos temas de la vida nacional -Ley Ómnibus, enviada por el Ejecutivo al Congreso- y que fuera objeto de un extravagante y escandaloso tratamiento en general ¡sin que se conociera a ciencia cierta su articulado!, amén de las presiones, chicanas, insultos y extorsiones que el gobierno nacional ha venido destinando a gobernadores y legisladores por igual, inclusive los de su propia alianza política para que aprobaran ese adefesio jurídico. Afortunadamente, también en el día de ayer, ese proyecto naufragó en la Cámara de Diputados gracias, en buena medida, a la fenomenal torpeza y desconocimiento de las prácticas parlamentarias de los rústicos representantes de la derecha argentina, no sólo los de “La Libertad Avanza”, el partido de Milei, sino también de las otras fuerzas aliadas: principalmente el “PRO” de Mauricio Macri y la decrépita “Unión Cívica Radical”, partido que fuera una vez liderado por Raúl Alfonsín y convertido ahora en un indigno lamebotas de los fascistas.
Por último, otro elemento que carcome al sistema democrático (desde hace tiempo) es la ilimitada voracidad de nuestras clases dominantes, para las cuales la democracia y la justicia social siempre fueron un estorbo. Se las aceptaba cuando no había ninguna alternativa antidemocrática a mano. Y cuando ésta aparece, aunque se trate de una figura irritante e impredecible como Milei, se encolumnarán detrás de él esperando que haga las tareas sucias largamente anheladas -modificar la legislación laboral, avanzar en el desguace del estado, privatizar todo lo privatizable, abrir y desregular la economía, liquidar el régimen previsional, etcétera- para luego reemplazarlo por una figura más confiable y previsible y relegando al obcecado profeta al olvido.
Los hasta aquí mencionados son signos que hablan de una crisis de la legitimidad democrática, que si bien no es irreversible sería suicida desestimar su peligrosidad. Pero, insistimos: esas tendencias no bastan para caracterizar al orden político de la Argentina actual como fascista. Está amenazado por un proceso de fascistización, pero nada permite concluir que tan lamentable proyecto vaya a verse necesariamente coronado con el éxito. Dependerá, como casi todo, de la lucha de clases y de la resistencia que las masas plebeyas -con su organización, conciencia, capacidad táctica- opongan a tan siniestros designios. Por ahora seguimos teniendo una democracia corroída por las insalvables pulsiones antidemocráticas del capitalismo que al generar incansablemente pobreza y desigualdad deslegitima y debilita a los estados democráticos. Cuánto más se extienda y penetre la lógica del capital en la vida social, mercantilizando todo cuanto existe, menos posibilidades tendrán nuestras sociedades de construir democracias dignas de ese nombre, una asignatura pendiente en la inmensa mayoría de las naciones.
Concluyo sobre el viaje de Milei a Israel: sabemos que EUU y los gobiernos europeos acompañarán al genocida israelí hasta que logre el exterminio o la expulsión de los palestinos de sus tierras. Netanyahu es el grado superior del fascismo: un nazi hecho y derecho, y Milei acude en su auxilio. No sorprende que renovase su promesa de trasladar la embajada argentina a Jerusalén, algo que sólo lo hicieron un millonario caprichoso y autoritario como Donald Trump (y mantuvo el blandengue de Joe Biden); el hipercorrupto gobierno de Jimmy Morales de Guatemala que la trasladó en 2018; y Papúa Nueva Guinea. El nuevo presidente de Guatemala, Bernardo Arévalo, hijo del exiliado ex presidente Juan José Arévalo, vivió diez años en Israel y se graduó como sociólogo en la Universidad Hebrea de Jerusalén. Pese a ello ha manifestado una tibia intención de regresar la embajada de Guatemala a Tel Aviv. En todo caso, de concretarse lo anunciado por Milei, la Argentina se convertiría en un estado-paria en el orden mundial, un mero fantoche manejado por el trumpismo norteamericano y el sionismo dado que la casi totalidad de los países no reconoce a Jerusalén como perteneciendo exclusivamente a Israel. Es más, un comunicado de la Cancillería argentina del 6 de diciembre del 2017 (¡durante el gobierno de Mauricio Macri!) recoge una saludable y muy arraigada postura diplomática de ese órgano que ratificó el apoyo y respeto al “régimen internacional especial de Jerusalén, conforme lo establece la Resolución 181 (1947) de la Asamblea General de la ONU, así como el libre acceso, visita y tránsito sin restricción a los Lugares Santos para los fieles de las 3 religiones monoteístas (judaísmo, cristianismo e Islam), por lo que Argentina lamenta medidas unilaterales que pudieran modificar este estatuto especial.” Obviamente Milei no va a ser disuadido de actuar como lo hace por este tipo declaraciones, que refleja un consenso universal en el sentido que ninguna embajada debería instalarse en Tierra Santa. Lo hizo Trump, en un gesto prepotente y caprichoso típico de su personalidad autoritaria y fascistoide, pero salvo Guatemala y Papúa Nueva Guinea nadie más lo hizo, hasta que ahora Milei decide romper esa norma. El tiempo dirá si lo consigue.
Esta penosa involución es posible porque Milei no concibe la política exterior en función del interés nacional. La razón es bien simple: en su confuso universo mental, dominado por la distopía libertaria, la nación no existe, o es tan solo una entelequia. Lo que existe son los mercados que deben ser liberados de la esclavitud a la que los someten las intervenciones gubernamentales. Entelequia molesta, además, porque la nación para su realización requiere, tal como lo anotara Hegel, de la construcción de un estado. Y dado que éste es el problema y no la solución, como dijo en Davos, aquella, la nación, se desvanece de su horizonte intelectual.
Por otra parte, su mapa cognitivo de la escena internacional y sus conflictos es rudimentario y anacrónico. Ignora los recientes movimientos de las placas tectónicas del sistema que han modificado irreversiblemente su fisonomía y puesto de manifiesto la declinación del antaño omnipotente hegemón norteamericano, la pérdida de gravitación de las antiguas metrópolis coloniales europeas y la declinante gravitación del G7 en la economía mundial, superada ahora por el creciente dinamismo del BRICS. Lejos de percibir el irresistible ascenso económico, político y tecnológico del policentrismo lo que aparece ante los ojos de Milei es un etéreo y virtuoso Occidente, mortalmente amenazado por la hidra de mil cabezas del colectivismo que se ha infiltrado en sus entrañas. Discurso éste que, pronunciado en Davos, provocó el estupor primero y la fría indiferencia después de los dueños del mundo que esperaban oír a un jefe de estado hablar de los proyectos económicos de su gobierno y se encontraron en cambio con un pintoresco profeta alucinado que les hablaba de un mundo que jamás había existido y que no existiría jamás. Esta radical incomprensión del tablero geopolítico y geoeconómico actual explica la sucesión de disparates que su gobierno ha cometido en materia de política exterior, a los que ahora se suma su promesa de trasladar la embajada argentina a Jerusalén. Su remake de la fracasada política menemista de las relaciones carnales con los Estados Unidos; su rechazo a la invitación que le realizara el BRICS y que abría una oportunidad excepcional para la Argentina; su apoyo al régimen racista y genocida de Israel así como su total menosprecio de cualquier iniciativa que tenga que ver con la Patria Grande o la integración latinoamericana implican un grave daño a los intereses nacionales. Es en este marco signado por la irresponsable soberbia de un aficionado que hay que entender su insolente ataque -uno más entre tantos propinados a otras figuras mundiales, donde ni siquiera se salva el Papa Francisco- al presidente colombiano Gustavo Petro que tiene el timbre de honor de haber sido el primero entre sus homólogos de la región en acompañar a Sudáfrica en su demanda en contra de Israel por genocidio ante la Corte Internacional de Justicia. No sólo eso los diferencia. Petro será recordado en los anales de la historia como el presidente que pacificó a un país destrozado por décadas de violencia, que combatió los prejuicios y la opresión padecida por los pobres, los débiles, los diferentes, los negros, las mujeres, los pueblos originarios y que, además, exaltó los derechos humanos y la defensa del medio ambiente. Sea cual sea el final de su mandato Petro tiene asegurado el ingreso por la puerta grande de la historia. Milei, en cambio, en pocos días de gobierno ha hecho los méritos suficientes como para entrar por la puerta trasera, reservada a los autócratas fascistas que ultrajaron los valores fundamentales de su época, infligieron enormes sufrimientos a sus pueblos y se convirtieron en amenazas a la paz mundial.
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