El 28 de octubre de 1922, miles de fascistas italianos, encabezados por su jefe, Benito Mussolini, se dirigieron a la capital amenazando con tomar el poder con violencia. Cuatro días antes se habían reunido en Nápoles, llegados de toda Italia, y habían anunciado la marcha sobre Roma, que terminará con el nombramiento de Mussolini para formar un nuevo gobierno, por parte del rey Vittorio Emanuele III.
Un siniestro simbolismo que, cien años después, el nuevo gobierno de ultraderecha, encabezado por Giorgia Meloni, que acaba de asumir el cargo, intenta suavizar, amplificando los certificados de “buen atlantismo”, de lealtad a la Unión Europea y de homenaje a Israel. Un viático que el nuevo primer ministro (a la primera mujer al mando del gobierno italiano, no le gusta adoptar el lenguaje de género) ya había obtenido en los días anteriores, aunque con algunas reservas, por ser Italia un país bajo tutoría: de los Estados Unidos, con más de 100 bases militares Usa conocidas (con el contorno de armas nucleares almacenadas), y de la Troika (Banco Central Europeo, Fondo Monetario Internacional, Unión Europea).
El último Primer Ministro antes de Meloni, Mario Draghi, fue un hombre de las instituciones financieras internacionales. El mismo que, como director general del Ministerio del Tesoro, había gestionado y apoyado las privatizaciones de bienes públicos italianos. Primero fue director ejecutivo del Banco Mundial y luego del BCE.
Un canto bipartidista lo acompañó durante el gobierno que dirigió desde febrero de 2021 hasta julio de 2022, en el que embarcó todas las tendencias políticas, salvo la oposición de Meloni y sus Hermanos de Italia, tan ampulosa como de fachada. Pero en su currículum permanecía la brutalidad del capitalismo financiero que, con Draghi como presidente del BCE, puso de rodillas a Grecia entre febrero y junio de 2015: si el entonces primer ministro Tsipras no hubiera cedido, imponiendo reformas estructurales de lágrimas y sangre a los sectores populares griegos, el BCE habría cerrado los grifos de la liquidez de emergencia, provocando la quiebra de los bancos griegos.
El final es conocido. A pesar de la victoria rotunda en un referéndum con el que el pueblo griego dio su apoyo para seguir adelante, Tsipras, entonces llamado “el Chávez de los Balcanes”, demostró que, en Europa, ni el coraje revolucionario de Lenin, ni la intuición de el Comandante venezolano son habituales.
En Italia, la capacidad de las clases populares organizadas para influir en la dinámica parlamentaria de la democracia burguesa, es un recuerdo lejano. Se remonta al gran ciclo de lucha de los años 70, a la pujanza de la extrema izquierda de la época, al proyecto de transformación radical, llevado a cabo también por la lucha armada, como alternativa a la desinversión del entonces Partido Comunista Italiano (el más fuerte de Europa) de sus objetivos originales: es decir, por citar uno, por la adhesión de Berlinguer a la OTAN en 1973.
Desde hace muchos años, con la no reelección de los diputados de la Refundación Comunista, las razones de las clases populares ya no resuenan en el Parlamento italiano. La burguesía está ajustando sus cuentas sin mayores problemas para sus maniobras. Tanto por decreto -práctica que explotó en la década de 1980- como por alquimia institucional, se debilitó la constitución, se ignoraron los referéndums populares sobre bienes comunes, se hicieron y se destruyeron mayorías, al margen del voto popular. Draghi no había sido elegido, y no era la primera vez.
Detrás de él, hay una lista larga, comenzando con Giuseppe Conte. Luego, retrocediendo, Mario Monti, Lamberto Dini, Carlo Azeglio Ciampi. Dejando de lado al bien educado y bien vestido Conte, un abogado civil que saltó como un conejo de la chistera durante las negociaciones entre la Liga y los 5 estrellas para formar su llamado gobierno populista, los demás no pasaron por casualidad. Todos son banqueros o grand commis del capitalismo internacional. Todos han privatizado, recortado las pensiones, beneficiado a los ricos en nombre de las leyes de la economía de mercado.
En cualquier caso, a ninguno de ellos le importaba realmente el sistema del país. Italia se ha desindustrializado. Las autonomías regionales se han convertido en la base de una nueva fragmentación de la identidad y la cohesión nacional. La salud pública y la educación han sufrido una metódica devastación y ya no gozan de credibilidad alguna en la conciencia de los ciudadanos.
De esta forma llegamos a la covid. Por un momento, y solo en parte, se escuchó al Comité Científico Técnico. Por un momento, y solo parcialmente, porque incluso durante el confinamiento más duro, los trabajadores continuaron trabajando, tomando los autobuses, metros y trenes repletos. Entonces comenzó el motín de las fiestas, los aperitivos y las discotecas, y llegamos a la Segunda Ola de la pandemia.
La sustitución de Giuseppe Conte por Mario Draghi se presentó a los italianos como una elección dramática y obligada. Así como un punto de inflexión. Se suponía que el currículum del expresidente del Bce regularía los caprichos de los partidos políticos. Bajo su liderazgo, se dijo, Italia podría volver a la normalidad, superando la crisis económica y la pandemia. Draghi podría haber ajustado los apetitos asociados con la lluvia de dinero del Fondo de Recuperación de la UE.
La mayoría con la que contaba Draghi era muy grande, casi increíble. No solo porque solo quedó fuera la archirreaccionaria Meloni con sus Hermanos de Italia, sino también en virtud de la participación en el gobierno del Movimiento 5 Estrellas y la Lega, partidos tradicionalmente desplegados contra la “dictadura tecnocrática” de las oligarquías europeas.
En cambio no fue así, la lucha de pandillas de una orquesta tan mal igualada, probada por el contexto internacional y el choque de intereses dentro de la propia Unión Europea, llevó a la disolución anticipada de las cámaras, nuevas elecciones y la victoria de la extrema derecha. Una victoria, sin embargo, marcada por una abstención histórica y por una mayoría obtenida en virtud de un sistema electoral que premia a la coalición más fuerte. Una ley querida por esta ex izquierda, que hace tiempo abraza las posiciones del gran capital internacional, tanto en la economía como en la política exterior.
Un vacío que la derecha ha sabido aprovechar, encontrando el camino allanado. Hace tiempo que faltan grandes perspectivas estratégicas en Italia. Los dueños de los bares y restaurantes hacen ruido. La generación que construyó el país después de la Segunda Guerra Mundial murió en gran parte de Covid en los hogares de ancianos. Esa era la generación que trabajaba en grandes fábricas, a menudo orgullosa de las máquinas que producían. Fue la generación que luchó por mejorar las condiciones de vida de las clases populares, muchas veces creyendo en las tan denostadas Grandes Ideologías.
Fue la generación que se centró en la educación pública, enviando a menudo a sus hijos a la escuela secundaria y la universidad por primera vez. Esa generación desapareció en medio de la indiferencia general, como un número estadístico. Los jóvenes han reivindicado más que nada el derecho a romper el confinamiento para tomar el aperitivo. Por lo demás, si alguno de ellos se rebela por causas colectivas, y hay, como estamos empezando a ver de nuevo debido a la crisis, inmediatamente se desencadenan detenciones, multas, persecuciones judiciales por una judicatura acostumbrada a ser elogiada por los medios de comunicación desde la época de la lucha contra las organizaciones armadas de los años setenta.
Tal vez ese es el punto. Falta un proyecto de país en Italia. Y falta porque falta la política, la vida civil, el gusto por las opciones claras y las visiones alternativas de largo alcance. No es sólo un problema italiano. En la nación de los cien dialectos y los mil campanarios, sin embargo, esta ausencia produce consecuencias devastadoras. El individualismo degenera en capricho y cinismo descarado. La corrupción se convierte en ociosidad y falacia reiterada y grotesca de los individuos encargados de la administración pública.
En el Partido Demócrata, los presuntos herederos del PCI están juntos desde hace años con los presuntos herederos de la DC, ¿y qué resultados? Peleas, maldades, juegos de sillones y corrientes. Los italianos ya no saben a qué santo acudir. Habían enviado a los 5 estrellas al parlamento para cambiar la política. Tuvieron a cambio la intoxicación semifascista de Matteo Salvini en el Ministerio del Interior, y luego el interludio de mal gusto del segundo gobierno de Conte, sostenido por el derrocamiento de las alianzas parlamentarias debido a Matteo Renzi en septiembre de 2019, y luego enviado en pensión por el propio Renzi, para dejar sitio al indiscutible Mario Draghi.
Y ahora llegan los “postfascistas”, “blanqueados” por el borrado de la memoria de la exizquierda, en la que han podido volver a proponer su eterna transformación y el robo de conceptos en los que prolifera la confusión. El Parlamento Europeo ha votado dos veces una resolución que equipara el comunismo con el nazismo y, mientras tanto, los fascistas conquistaban terreno en todas partes.
En mayo de 2016, cuando Antonio Tajani era presidente del Parlamento Europeo, fue puesto a la fuga por el diputado venezolano Darío Vivas, quien le gritó: “Sinvergüenza, mentiroso”, en referencia a las vergonzosas posiciones adoptadas por Tajani contra su país. Y el italiano le gritó: “Tú, sinvergüenza, comunista”, obviamente queriendo decir “comunista” como un insulto. Durante su mandato, el diputado de Forza Italia, el partido de Berlusconi, nunca perdió la oportunidad de atacar también a Cuba.
Hoy, Tajani es canciller y vicepresidente del Consejo de Meloni, en un gobierno de xenófobos y garantes del complejo militar-industrial. Y Venezuela sigue de pie, en el sentido inverso, dando esperanza al mundo.