InicioOpinionAquelarre de la ultraderecha venezolano-española en Madrid | Por: Gabriel Villaamil

Aquelarre de la ultraderecha venezolano-española en Madrid | Por: Gabriel Villaamil

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La foto de la concentración que tuvo lugar el pasado jueves en la madrileña Puerta del Sol evidencia el verdadero propósito de los allí congregados. Bajo el pretexto de una supuesta defensa de la democracia y de una nunca demostrada victoria electoral de Edmundo González, lo que en realidad tuvo lugar en el céntrico espacio capitalino fue un aquelarre de las ultraderechas, coaligadas, venezolana y española.

El perfil de los principales oradores era inequívoco: Santiago Abascal, presidente de Vox y cabeza de puente de la alt-right estadounidense en España, aliado natural de Trump, Milei, Bolsonaro, Meloni, Orban, Bukele y demás luminarias del nuevo fascismo; Isabel Díaz Ayuso, presidenta de la Comunidad de Madrid, abanderada del ala más radical del Partido Popular y competidora de Vox por ocupar el espacio más extremo del tablero electoral derechista; Alberto Núñez Feijoo, presidente del Partido Popular que hace auténticos equilibrios por contentar a moderados y radicales de su propia formación y al que el tsunami ultraderechista amenaza con llevarse por delante… Flanqueándolos, los expresidentes Mariano Rajoy y José María Aznar, este último entusiasta apoyador del golpe de Estado de 2002 cuando aún era presidente en ejercicio.

Tampoco dejaba lugar a dudas de las intenciones de esa reunión el contenido de los discursos. Se habló mucho de España y poco de Venezuela; mucho de Pedro Sánchez y poco de Nicolás Maduro; mucho de la socialdemocracia española y poco de la Revolución Bolivariana… El objetivo parecía más derribar al gobierno de coalición social-liberal de Sánchez que al reelecto presidente Maduro. No hay peor ciego que el que no quiere ver. El indisimulado proyecto político-cultural de esta nueva oleada fascista es arrasar con cualquier atisbo de progresismo, ya sea la tímida socialdemocracia –sí es que aún queda algo de eso- o las robustas propuestas venezolana, nicaragüense o cubana.

La miopía del progresismo internacional, y muy especialmente del europeo, es escalofriante. Ante la acometida más virulenta del fascismo en Europa desde los años treinta, su respuesta es, desgraciadamente, la misma que en aquella época y que condujo al expansionismo nazi y, en último término, a la Segunda Guerra Mundial. En lugar de plantarse firmemente frente a la amenaza ultra, su postura es la de contemporizar, transigir, negociar, bajar el perfil y excusarse ante los dardos dialécticos que una y otra vez le lanzan los extremistas. Y uno de los dardos preferidos, desde hace ya veinticinco años, es la Revolución Bolivariana.

El mundo está al revés: el fascismo campa a sus anchas, ya definitivamente sin caretas, y el progresismo se disculpa una y otra vez ante él y se apresura a mostrar sus supuestas credenciales democráticas en forma de condena a Venezuela, sin tener siquiera muy claro lo que sucede en el país y recibiendo pseudoinformación por la maquinaria mediática ultraneoliberal. Esa misma maquinaria hace circular estos días la idea de que la izquierda internacional debe repudiar la Revolución Bolivariana y calificarla sin ambages de dictadura si quiere tener alguna credibilidad. La maquinaria cita machaconamente los ejemplos de la Unión Soviética y Cuba como el plomo en las alas que lastró a los movimientos progresistas y los hizo perder posiciones ante sus propias sociedades. Como ejemplo inverso esgrimen a Gabriel Boric, el presidente chileno, y animan a esos izquierdistas a confrontar a sus compañeros que mantengan el apoyo a los procesos latinoamericanos de emancipación popular

La premisa sobre la que se basa este argumento es un sofisma. La izquierda internacional no está en retroceso por sus apoyos a la extinta Unión Soviética, a Cuba o a Nicaragua o, ahora mismo, a Venezuela. Viene declinando desde que rehusara afrontar la embestida neoliberal comenzada en los años 80. En lugar de afincarse sobre sus principios y mantenerse firme en la defensa de los intereses de la clase trabajadora, optó por contemporizar ante un monstruo que terminó por fagocitarlo. Cada cesión era una dentellada a su idiosincrasia y un paso más en la conversión de un trampantojo progresista que el sistema internacional necesitaba para presentar una falsa alternativa electoral ante la ciudadanía. Gatopardismo político en estado puro: que todo cambie para que todo siga igual. Y quien tenía que cambiar para que el proyecto hegemónico se extendiera por todo el mundo era la izquierda. Llegó un momento en el que daba igual votar a un partido que a otro: la política no iba a cambiar sustancialmente.

Fue en ese quiebre decisivo de la historia cuando un joven teniente del Ejército venezolano se levantó contra ese estado de cosas y con una clarividencia asombrosa declaró con su alzamiento que al neoliberalismo no se le contiene negociando, sino combatiéndolo. Ese anclaje en los principios progresistas fue la seña de identidad de Hugo Chávez que después traspasó a Nicolás Maduro y que éste mantiene con férrea determinación. Quizás habría que darle la vuelta al aserto neoliberal de que la izquierda debe desligarse de Venezuela.

Tal vez los militantes progresistas deban escuchar los ejemplos de sus compañeros que, con gran dignidad y valentía, sabiendo que van a pagar un alto precio en forma de ostracismo civil en sus propios países, viajan a Venezuela, escuchan, observan, aprenden y después cuentan lo que han vivido. De ello depende no la salvación de la Revolución Bolivariana, sino la salvación de una izquierda internacional que languidece víctima de su cortedad de miras.

Gabriel Villaamil.


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