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Un artículo indispensable para entender la realidad peruana: La Democracia (im)posible | Por: Anahí Durand

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Perú vive el colapso del régimen político impuesto por el auto golpe de Alberto Fujimori en 1992 y renovado en la transición del 2001. El triunfo de Pedro Castillo canalizó las expectativas de los sectores más excluidos y abrió un nuevo episodio en esta agonía. Castillo debió enfrentar el permanente obstruccionismo de los grupos de poder atrincherados en el Parlamento en contubernio con la Fiscalía y los grandes medios de comunicación. Su objetivo siempre fue impedir que un mandato a favor del pueblo liderado por uno de ellos culminara y tuviera éxito.

Tras dieciséis meses de asedio, en una acción desesperada, Castillo intentó cerrar el Parlamento y convocar una Asamblea Constituyente. Apenas terminó el discurso, la policía lo detuvo aún siendo presidente y dos horas después el Congreso lo destituyó y juramento la vicepresidenta Dina Boluarte. La reacción ciudadana no se hizo esperar y las movilizaciones exigiendo el cierre del Congreso, nueva Constitución y libertad a Castillo se multiplicaron en todo el país. La respuesta de Boluarte ha sido represión y criminalización; estado de emergencia decenas de muertos, heridos y detenidos. La mayoría derechista del Congreso ha aceptado convocar nuevas elecciones para abril del 2024 y se niega a habilitar un referéndum sobre una nueva Constitución.

Hoy el régimen se desmorona con violencia. La democracia liberal como camino de transformación para las mayorías es maniatada por grupos de poder acostumbrados al control directo del aparato estatal. Pero los sectores populares, hasta hace poco despolitizados y fragmentados han irrumpido en escena con demandas políticas y un protagonismo no visto las últimas décadas. Es importante por ello analizar la coyuntura desde dos ejes concurrentes: de un lado, la tensión entre la democracia formal maniatada por las élites y la voluntad popular expresada en las urnas, y de otro la posibilidad de concretar una democracia plebeya que de paso a un nuevo pacto social que cierre por fin el viejo péndulo de autoritarismo y violencia.

La democracia formal; una legalidad maniatada

Gramsci explica una crisis orgánica o crisis de régimen como el colapso del sistema social político y económico en su conjunto, que genera gran inestabilidad pues las instituciones pierden credibilidad y legitimidad ante la ciudadanía.  En Perú la dictadura cívico militar empresarial de Alberto Fujimori organizó el régimen neoliberal sellado por la Constitución de 1993. La transición del 2001 no significó mayores cambios al orden establecido. Los grupos de derecha que ocuparon el poder desatendieron las demandas de cambio al modelo incluyendo la de una nueva Constitución. La economía iba viento en popa y el régimen siguió su curso mientras vendían la imagen de un país exitoso; si había protestas eran fuertemente reprimidas.

Con la transición el Estado afirmó su rol promotor de la inversión privada, consolidando una élite conectada a negocios trasnacionales no siempre lícitos como lo delata el involucramiento de altas autoridades en el caso Odebretch. A la base, como correlato de esta desigual bonanza, habitaba un país precarizado, con 70% de trabajadores informales vinculados a las PYMES textiles, la minería informal, el transporte colectivo, y también al crimen organizado y narcotráfico. La política arrastraba su propia crisis con partidos vaciados de contenido alquilándose cada elección y un Parlamento convertido en una instancia corporativa donde caciques locales aseguraban sus negocios, sean universidades privadas, estudios de abogados o tragamonedas y casinos. Hastiados de la clase política, los sectores populares incrementaban la desafección frente a la democracia, así como subían los niveles de desconfianza interpersonal[1].

Ese país excluido, informal y fragmentado sistemáticamente votó por propuestas de cambio. Lo hizo el 2006 cuando un 30% votó por Ollanta Humala en primera vuelta, lo volvió a hacer el 2011 cuando el 31% eligió a Humala. Fueron traicionados pero el 2016 insistieron con Verónika Mendoza que alcanzó el 20% en primera vuelta. En la práctica una cuarta parte del electorado se aferraba a la premisa básica de la democracia liberal según la cual con su voto podían cambiar las cosas. Pero para ser real, esta premisa requiere de otras variables operando, por ejemplo, un sistema de partidos que garanticen que al llegar al poder se concretarán las demandas de los electores, un diseño político institucional que permita el equilibrio de poderes y sobre todo actores que respeten las reglas de juego establecidas y no las modifiquen a conveniencia.

En Perú, el sistema de partidos arrastra una larga crisis, los viejos cierran el paso a los nuevos y los vínculos con los electores son sumamente frágiles. Esto se agrava con el engendro de diseño político que desde el 2016 fue virando cada vez más al parlamentarismo. Sin poder ganar el ejecutivo, pero contando con mayoría parlamentaria el Fujimorismo junto a grupos como Alianza para el Progreso utilizaron el Congreso para ajustar la ley a conveniencia utilizando figuras como la “vacancia por incapacidad moral”. Pedro Pablo Kucinsky fue la primera víctima de la vacancia, Martín Vizcarra se defendió y aplicó la cuestión de confianza que si es negada dos veces permite cerrar el Parlamento. Pero el nuevo Congreso vacó a Vizcarra y aprobó una ley que limita la cuestión de confianza rompiendo así el equilibrio de poderes. Además, para bloquear iniciativas ciudadanas, se aprobó una ley que restringe el derecho a convocar a un referéndum sobre el cambio de Constitución. Todo esto con el aval del Tribunal Constitucional cuyos miembros por supuesto son designados por el Congreso.

El 2021 esa cuarta parte del país precarizado, informal, desconfiado y devastado por la pandemia votó nuevamente por una opción de cambio y lo hizo por uno de los suyos. Para sorpresa del stablishment limeño el maestro rural Pedro Castillo ganó levantando las banderas de ese Perú excluido, sumando en segunda vuelta los votos del anti-fujimorismo. Para las élites el objetivo fue claro: ese chotano no podía gobernar así que inventaron un fraude electoral. Ya con Castillo en la presidencia, mantuvieron el objetivo maniobrando sobre la legalidad para sabotear su gobierno. Desde el Parlamento presentaron tres mociones de vacancia, le impidieron la salida del país y censuraron a sus ministros. La fiscalía hizo lo suyo reinterpretando la Constitución para investigar a un presidente en funciones abriendo decenas de carpetas fiscales. Los grandes medios de comunicación amplificaron cualquier denuncia con altas dosis de racismo y clasismo. Las dos cuestiones de confianza que presentó el presidente para habilitar el referéndum y restablecer equilibro de poderes fueron mandados al archivo por el Congreso.

El intento desesperado de Pedro Castillo por disolver el Congreso y convocar una Constituyente no fue entonces un rayo en cielo sereno destinado a interrumpir una saludable democracia. Fue la respuesta a una legalidad previamente maniatada y acomodada a medida de los grupos de poder que estaban a punto de sacarlo de Palacio. El arresto de Castillo siendo todavía presidente por la policía, su destitución en manos de un Parlamento deslegitimado con 6% de aprobación ciudadana y la juramentación de Boluarte provocaron la indignación popular. La democracia se mostraba maniatada y el pueblo se volcó a calles y carreteras negándose a asumir que su voto, ese resquicio de poder que aparentemente les quedaba, no valía nada. Hoy el estallido continúa y las movilizaciones exigiendo cierre del Congreso, libertad de Castillo y una nueva Constitución se multiplican. Las élites acostumbras a ver protestas dispersas y sectoriales criminalizan y responden con violencia. El desenlace sigue en disputa, veremos si es posible una salida democrática.

La salida democrática: Pedro Castillo, el estallido y el camino constituyente

El desprecio de las élites terminó gatillando un estallido nacional inédito en el siglo XXI. Si bien las encuestas anunciaban que si Castillo era destituido y el Congreso se quedaba habría gran descontento[2], nadie imaginó la magnitud y alcance territorial de las protestas. Es importante por ello abordar este estallido a la luz del gobierno de Castillo, tomando en cuenta lo que no hizo, pero sobre todo lo que hizo para que ese Perú informal y excluido asumiera que otra democracia era posible.

Para los políticos, la intelectualidad y la prensa limeña Castillo siempre fue un personaje incomodo contra el que apuntaron sus críticas. No les interesaba comprender por qué, pese a la brutal contra campaña, el presidente mantenía un 30% de aprobación (cifra asombrosa en un país que odia a sus políticos). Y es que Castillo no es sencillo de caracterizar. Un campesino y emprendedor que se hizo un lugar en la política respaldado por el ala radical del sindicato de maestros y apoyado en la ronda campesina. Poco izquierdista para las izquierdas, desconfiado, pragmático y cuotero. El profe que estudio en un pedagógico, que se pagó su especialización en La Cantuta lavando sabanas en un hotel de Lima, que hizo su campaña con sombrero y a caballo mientras todos los reflectores progresistas apuntaban a la cosmopolita Vero Mendoza, ganó una elección presidencial y ocupó por dieciséis meses Palacio de Pizarro.

¿Qué hizo Castillo en el gobierno? Desde el manejo programático muy poco. Más allá del permanente obstruccionismo del Congreso, no concretó medidas transformadoras y, salvo en temas sectoriales como derechos laborales, temas como la reforma tributaria o la nacionalización de los recursos naturales se quedaron en el tintero. Tampoco fue capaz de cohesionar un equipo técnico que llevara adelante sus propuestas de cambio. Presionado por la crisis, Castillo elegía sus cuadros pragmáticamente para salvarse de la vacancia, concediendo cuotas de poder incluso a sus adversarios. Nunca pudo cohesionar un bloque de izquierdas, desbordado por el sectarismo de Perú Libre y el hipercriticismo del progresismo clase mediero. Desconfiado por reflejos, optó por priorizar a familiares y allegados que se involucraron en temas de corrupción. Aunque hasta ahora no hay pruebas que señalan directamente al presidente ni hay muestras de riqueza, las denuncias amplificadas por la prensa bastaron para tildarlo de corrupto.

Pero más importante es comprender que hizo Castillo. En primer lugar, potenció el componente representativo identitario de la democracia, ese factor igualador por el cual los ciudadanos valemos lo mismo. En segundo lugar y más importante, se potenció el componente deliberativo.  Tanto en Palacio de gobierno como en los gabinetes descentralizados, Pedro Castillo y sus ministros se reunían con maestros, pueblos indígenas, sindicatos, mineros informales, cocaleros y toda la diversidad de ese Perú precarizado, informal y excluido. Rendían cuentas y tomaban nota, prometían mucho pero también sellaban compromisos. Sería sencillo catalogar esto como populismo, pero no alcanza. Esta dinámica política redistribuía el poder, lo sacaba de los espacios vetados al pueblo y a la vez metía al pueblo en esos lugares vetados. A la par, afirmaba lógicas consuetudinarias, que ocurren en la comunidad rural y ahora ocurrían en el centro de gobierno. Esta redistribución incluyó la disputa por el aparato público; profesionales chotanos, chiclayanos o cusqueños entraron al Estado desplazando a las clases medias limeñas. La prensa y la élite vociferaban que no estaban calificados, pero, como afirmó uno de ellos “Somos profesionales y tenemos derecho a estar aquí”.

Este estallido cuyo componente unificador es el rechazo frente a la clase política representada por el Congreso y Dina Boluarte, tiene como eje fundamental al núcleo duro de casi un 40% que también se moviliza por Castillo, el presidente que era uno de los suyos[3]. Este Perú marginal, informal, rural y excluido se ha politizado en el gobierno de Castillo y transita de la subordinación al antagonismo. No quiere más ser espectador o acudir a las urnas cada cinco años, no quiere salir a protestar solo por temas economicistas; tiene un horizonte político que defender y lo está haciendo a riesgo de sus vidas. En carreteras y plazas de Ayacucho, Arequipa, Junín o Lima se concentran campesinos, mineros, ronderos, maestros, moto taxistas. Pregunto a uno de ellos por qué está ahí “Nosotros le pedimos al profesor que cierre el Congreso y cumplió, ahora nos toca cumplir con él”. Los líderes ashaninkas se declaran en rebelión ancestral y declaran “No han dejado trabajar a nuestro presidente un solo día, y él ha cumplido lo que pedimos, ahora vamos a defenderlo”. Ahí tienen la reciprocidad andina.

Tras quince días de brutal represión con más de 25 muertos, centenares de heridos y detenidos, con el presidente Castillo preso bajo cargos de rebelión y su familia exiliada en México, la situación está lejos de calmarse. El Congreso ha cedido convocando nuevas elecciones para abril del 2024, pero minimiza las protestas y no cede el Referéndum sobre la nueva Constitución y menos la libertad de Pedro Castillo. El pueblo sigue con bronca, quieren que se vayan los congresistas, que se vaya la traidora Dina, quieren una nueva Constitución escrita por ellos mismos. Sin duda, la represión, criminalización, dispersión territorial y ausencia de un liderazgo legítimo que no sea el mismo Castillo, puede menguar el estallido. Pero el desenlace a la crisis sigue abierto y  si algo ha conseguido el pueblo movilizado es abrir el camino constituyente, el proceso a una nueva Constitución como nuevo pacto social que incluya a estas mayorías. Podrá pasar más o menos tiempo, pero la correlación de fuerzas está en disputa y hay un núcleo convencido. Será fundamental como se aglutinen las fuerzas populares, de izquierda y progresistas para que esta salida constituyente sea haga realidad y tenga el protagonismo de este otro Perú tantos años humillado y ofendido.

Por Anahí Durand


[1]Perú se ha ubicado, en todos los años de la encuesta, entre los países que presentan los menores niveles de confianza interpersonal, junto con Brasil y Haití. Instituto de Estudios Peruanos (2021)

[2] Según la ultima encuesta IEP el 71% de peruanos no está de acuerdo con que Dina Boluarte haya asumido la presidencia www.iep.org.pe

[3] Un 71% señaló se moviliza por el cierre del Congreso, en segundo lugar, un 40% lo haría para mostrar su apoyo al expresidente Pedro Castillo y un 15% a favor del Congreso. www.iep.org.pe

Venezuela News Radio 104.9 FM

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